1 de noviembre de 2016

Difuntos

Antes hacía siempre sol en difuntos. Nos perseguíamos entre las tumbas. Nuestras amigas pelirrojas venían desde la lejana ciudad en que vivían y la alegría nos llenaba. Nos veíamos en el cementerio. Nos saludábamos desde nuestras respectivas tumbas y a los dos minutos ya estábamos juntas. Había brisa y cantaban los pájaros. Sonaban algunas toses en medio de la tarde seca.

Íbamos, intentando no hacer ruido, a ver los mausoleos neoclásicos de las antiguas familias ricas de la villa, que parecían pequeños palacios para jugar. Después íbamos a la zona de los niños, que no tenían lápida. Eran sólo unas elevaciones de la hierba, del tamaño de bebés que durmieran de lado, o boca arriba, a veces con una cruz, algunas incluso con una foto. Mirábamos las fechas con ojos asombrados.

El cura daba la misa desde el panteón de Concha Heres, un edificio enorme y de formas onduladas situado sobre un promontorio, al que algunas veces íbamos también a contar historias de terror. Nunca me dieron miedo los cementerios. Yo sólo tenía miedo en mi casa, de noche. Como tú, Monito.

Últimamente siempre llueve en difuntos. Planeo un alegre paseo hasta el cementerio con vosotros, para que juguéis entre las tumbas blancas, pero siempre hay una llovizna espesa flotando a la altura de nuestras cabezas y no puedo ir. Aún no nos hemos acostumbrado al cambio de hora y llega la noche cuando nos levantamos de la siesta y parece que hay que apagar las luces porque el mundo cierra los párpados.

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